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Un corralito de piedra… y de problemas

Por: Alexander Montero



Normalmente escribo sobre temas estratégicos, de seguridad y defensa o de geopolítica —especialmente de Medio Oriente—. No obstante el lamentable estado cultural y organizacional que atraviesa actualmente Cartagena me llama a escribir esta nota, con la esperanza de que en el futuro próximo podamos aprovechar el enorme potencial que la ciudad tiene en temas de turismo y oferta de bienes y servicios.


Evidentemente esta nota debe iniciar con la salvedad que en ningún momento se busca generalizar. No se trata de “los cartageneros” ni mucho menos es una acusación directa y masiva contra “los costeños”. Se trata es de aquellas personas que sin ser la mayoría sí conforman un grupo grande de —en términos francos— avivatos.



Iniciemos entonces este camino evaluativo de uno de los sitios de “mayor importancia turística” de todo el Caribe. Resulta lamentable y desgarrador caminar por la playa del sector de Morros e intentar enrumbarse hacia un buen chapuzón a la par que hay que hacerle el quite a decenas de motos y carros —desde los más modestos hasta camionetas de gama alta— que usan la playa como autopista.


¿Será que estos ignaros seres cuya pereza y avivatada les impide usar la vía vehicular, no se dan cuenta que están acabando con la playa? ¿será que alguno de estos “Montoyas de la arena” no caen en cuenta que sus vehículos son factores contaminantes para la playa?


¿Cambiará un extranjero la blanca arena de South Beach o la tranquilidad de una asoleadora en Aruba por vivir una aventura extrema esquivando a aquellos que creen que la playa de Morros es una etapa del Rally Dakar?


Si cambiamos de sitio, la condición no mejora para nada. En Bocagrande la posibilidad de sentirse agobiado entre el vendedor de ostras, la masajista, el rapero improvisado y demás ambulantes es muy alta. Ir a Playa Blanca puede ser una pesadilla. Si se llega por tierra, el turista debe ingresar por algo similar a un basurero. Si se llega por mar, es una aventura digna de dejar el testamento hecho antes de subir a bordo, si se tiene en cuenta la peligrosa combinación entre un lanchero que no conoce el significado de la palabra prudencia y unos pasajeros que se creen con una flotabilidad a toda prueba.


Además, si se quiere almorzar, hay que sortear meseros que son infinitamente creativos para sacarle el dinero a los turistas con pescados mágicos que valen literalmente su peso en oro o cervezas cuyo precio escandalizaría al mismísimo Elon Musk. Finalmente, si se quiere aprovechar el agua, la aventura se hace más extrema, pues el nadador se vuelve una especie de rambo del mar, esquivando lanchas que amenazan con atropellar al turista, hélices que por poco rompen cabezas y agua que no huele a sal sino a combustible.


La terrible situación de hace unos días donde un turista fue golpeado por una moto naútica en Bocagrande y que le causó lesiones craneales, le afectó la cara y la visión, pudo haber ocurrido en cualquiera de las playas de la amurallada. Era una tragedia anunciada. El día de mañana será una anciana que no logre esquivar al lanchero o el niño que la lancha le pasó por encima.


Ah, pero la aventura continúa en las calles cartageneras. Muchos taxistas son expertos en redondear las carreras con un frecuente “no tengo vueltos” y se ponen de mal genio ante la posibilidad que el usuario espere los dos mil o cinco mil pesos de vueltas a los que tiene todo el derecho. Esto sin pensar que en promedio, las carreras resultan más caras que en la misma Bogotá, lo cual ya es mucho decir.


Por último, entre basuras en las calles y el triste látigo de la prostitución —mucha veces infantil— la ciudad no sale bien librada.



Si se miran todos estos elementos en conjunto, no es de extrañar que algún avivato más haya querido construir torres de apartamentos justo al lado de la muralla afectando el conjunto visual y el valor histórico del sitio —que implicó que hasta la Unesco se pronunciara amenazando con retirarle a Cartagena la categoría de patrimonio— o que algún político modernista haya creído que debía “echarle una mano de pintura” a las murallas.


Cartagena es hermosa, pero si el turismo allá va a ser nuestra opción ante la restricción de la exploración petrolera, que Dios nos cuide de los avivatos, los incultos, los perezosos, los corruptos, los delincuentes y la prostitución.

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