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Cartagena de Indias: lo que hablan las murallas

Por: Juan David Correa



Hace cuarenta años la Unesco incluyó el puerto, las fortalezas y el conjunto monumental de Cartagena de Indias en la Lista de Patrimonio Mundial de la Humanidad. Los criterios bajo los cuales se hizo esta honrosa inclusión, que le hicieron ganar buena parte de su fama mundial en estas décadas de final y comienzo de siglo, es que se trata de un ejemplo eminente de la arquitectura militar de los siglos xvi, xvii y xviii, y un eslabón esencial en la ruta de lo que los navegantes españoles bautizaron en aquel entonces como las Indias Occidentales. La integridad del conjunto de fortificaciones, su cuidado y manutención siguen prevaleciendo como valores que cuatro décadas después nos reúnen aquí, en Bocachica, esta mañana de noviembre.


La arquitectura, por supuesto, es un valor innegable de una ciudad que se ha bautizado de maneras diversas, pero que no ha estado exenta de tensiones desde su propia fundación como ciudad hispánica. Las murallas que hoy celebramos, sin duda, nos cuentan una historia que, si se ahonda en los cinco siglos que nos anteceden, nos haría comprobar esa primera llegada de los conquistadores españoles como un momento traumático en el cual varias culturas indígenas fueron arrasadas.



Tras veintiséis años de conquista, y ante la falta de mano de obra causada por ese borramiento, los navegantes portugueses, españoles, holandeses y británicos comenzaron una empresa de viajes terribles en bodegas al fondo de los barcos. Carlos V otorgó licencias desde 1518 para proporcionar a las colonias cuatro mil mujeres y hombres negros como mano de obra esclavizada. Mujeres y hombres amarrados de pie, encadenados en parejas, viajaron en galeones. En 1535, «Pedro de Heredia llevó cincuenta esclavos para el saqueo de las tumbas y el santuario del Zenú», nos dice Antonio Vidal.


Ciento veinte mil personas llegaron a este puerto entre 1590-1640 provenientes de África, el mayor receptor de esclavizados de América en ese momento. Once millones de personas fueron transportadas hacia América en esa ignominiosa trata en dos siglos y medio. Miles de mujeres y hombres de Senegambia, Nigeria, Reino de Benín, Gabón y Angola entraron por este puerto. Y con sus manos levantaron estas murallas que se han convertido en el patrimonio que celebramos hoy. Sin ellos no podrían haber sido construidos estos magníficos y bellos castillos y fuertes.


Esa dolorosa historia hace parte del patrimonio que debe dejar de idealizarse como desprovisto de problemas e incomodidades. Los seres humanos hemos construido civilizaciones en nombre de la espada, de la cruz y de la negación de otros. Y a partir de esa tremenda contradicción se ha edificado un mundo. Ese mundo fue antecedido por otros. Son capas superpuestas que la memoria debe entender y conversar para que la celebración de lo que hoy parece un conjunto armónico en la apariencia de la bella arquitectura colonial, que tiene indudables valores estéticos e históricos, nutrida ella también por la colonización de la península por parte de los árabes durante siete siglos, conmemore aquello que fue brutal y que siguió siéndolo por la exclusión a la que fueron sometidas millones de personas afrocolombianas.


No puede crearse un patrimonio en una sociedad sin que esa sociedad hable de sus significados más profundos. Es necesario que reconozcamos con nuestros ojos todo esto que nos rodea, pero que pensemos que ha sido el producto de ideologías, sistemas de comercio, religiones y ambiciones que han determinado asuntos que hoy queremos poner en conversación en este Gobierno del Cambio.


Estas murallas nos hablan de los castillos de Ghana, de Bartolomé de las Casas, de Benkos Biohó y la traición a la que fue sometido cuando decidió hacer un acuerdo una vez emancipado en el Palenque de San Basilio; nos hablan de las primeras conspiraciones y de las ideas de la Revolución francesa que por aquí entraron; de las noticias haitianas de 1804 y de la necesidad que entrevieron algunos criollos de comenzar una verdadera revolución; desde estas murallas aún puede verse el galeón San José sumergiéndose como una fabulosa ballena de madera cargada con el oro y la plata de Potosí y las manos de nuestros ancestros mayores; desde aquí este país comenzó la verdadera emancipación y se realizó la primera independencia que condujo, nueve años después, a la definitiva; aquí fue erigido héroe Padilla para después ser blanqueado; y desde lo que habría podido ser la capital y el puerto que ya había sido el más cosmopolita de la Nueva Granada, fue convirtiéndose en una ciudad melancólica, a la que vino a gobernar Núñez, y en la cual los intelectuales como Manuel Zapata Olivella encontraron el sentido de pensar desde otro lugar: aquí fue Chambacú, corral de negros; y aquí Gabriel García Márquez pensó, como un joven periodista de El Universal, que esa urdimbre de historias cabían en una nueva fundación mítica de nuestra sociedad, es decir, en una novela.



Cartagena ha visto éxodos, violencias y retornos, encuentros y amistad; vio morir al poeta Raúl Gómez Jattin y conoció a Brando y la Quemada, ha sido gentrificada y ha sido llamada Ciudad Inmóvil, por Efraim Medina Reyes, y ha sido estudiada juiciosamente por Alfonso Múnera, y cuidada en sus manglares y ciénagas por Rafael Vergara; en ella viven lideresas, mujeres poderosas como Carmen Conde, Blanca Roldán o sor Francisca Armendáriz. Sus murallas saben todo eso. Y comienzan a contárnoslo de nuevo. Así lo escuchamos en la voz del Joe. O en los puños solitarios de Pambe.


Por eso celebramos y cuidamos, con esmero, este patrimonio. Por eso sabemos que ninguna opulencia es mayor a las raíces culturales que se hunden en el comienzo de los tiempos. Que son las nuestras.

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