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La urgente necesidad de descentralizar el empleo público en Colombia

Por: Jenny Juliana López Arango | julio 09, 2025



Colombia es un país que carga sobre sus espaldas una paradoja cruel: mientras millones de ciudadanos en las regiones más apartadas sobreviven sin servicios básicos, las decisiones sobre sus vidas se toman desde cómodas oficinas en Bogotá.


La centralización no solo es una vieja costumbre de nuestra burocracia, sino también una de las principales causas de la desigualdad territorial. La mayoría de los empleos bien remunerados del gobierno nacional están amontonados en los mismos edificios del centro de la capital. Allí se discute —desde la distancia y muchas veces con arrogancia— sobre la suerte de poblaciones que no se conocen ni por nombre ni por geografía.



Pero hay una idea que merece discutirse, no solo porque es justa, sino porque es posible: descentralizar los puestos de trabajo del gobierno y convertirlos en empleos remotos para personas que viven en las zonas más apartadas del país.


Sí, puestos remotos. No es ciencia ficción. No se trata de trasladar los edificios del Estado, sino las oportunidades. Las mismas tareas administrativas que hoy se hacen desde un cubículo en el CAN, podrían realizarse desde una casa en Riosucio, un centro comunitario en Mitú o una estación digital en El Tarra. Con buena conectividad, un computador y voluntad política, un joven del Guaviare podría revisar contratos, llevar contabilidad o hacer seguimiento a proyectos públicos. Con eso no solo se le llevaría empleo digno, sino que se le quitaría al crimen organizado uno de sus principales caladeros de reclutamiento: el abandono.


En paralelo, el país puede —y debe— invertir en estaciones de internet satelital, como las que ofrece Starlink, en veredas que hoy parecen invisibles para el Estado. Sí, allí, en esos puntos de conexión, se crean centros de educación superior virtual y se paga a los estudiantes por estudiar, estaríamos haciendo exactamente lo que la Constitución manda: garantizar el acceso a la educación y generar oportunidades reales de movilidad social. Que estudiar deje de ser un lujo, y se convierta en un camino viable para salir de la pobreza.


Por otro lado, es importante que las grandes ciudades —y Bogotá en particular— se amarren el cinturón. No es posible seguir justificando presupuestos desproporcionados para zonas que ya concentran la infraestructura, los hospitales, las universidades y los contratos. No es ético, ni sostenible.


Los recursos públicos deben redistribuirse con un criterio de equidad territorial. Eso no significa quitarle a unos para castigarles el progreso, sino invertir en donde históricamente no se ha invertido, para que haya un mínimo de condiciones dignas en todo el territorio nacional.



Descentralizar el empleo estatal y promover la educación digital en zonas rurales no es una utopía: es una deuda. Una que se paga no con discursos ni con promesas en campaña, sino con decisiones valientes que incomoden a algunos, pero beneficien a muchos.


El escritorio del Estado puede —y debe— llegar a la vereda. Y cuando llegue, con él puede empezar a irse el abandono.

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