Los samarios están mamados de pagar servicios que no funcionan
- Acta Diurna
- hace 8 horas
- 5 Min. de lectura
Por: Adaulfo Manjarrés Mejía

Estamos tan jodidos con este calor que ni bañarse es opción segura: no hay agua, y cuando hay, llega con horario más riguroso que el del médico especialista. Y prender el aire o el ventilador es un acto de fe —y de sacrificio económico— porque la factura de Air- E o AFINIA parecen castigo divino. Aquí la gente se debate entre derretirse o endeudarse. Por eso, en muchas casas el combo de supervivencia es infalible: Menticol en el pecho, Vick Vaporub en la frente, y el resto al destino. Así vivimos en una región donde los servicios públicos no sirven al público, pero sí le cobran como si lo hicieran.
En esta tierra de calor perenne el sol pega siempre como para asolear café, el acceso a los servicios públicos se ha vuelto un lujo. Porque una cosa es pagar, y otra muy distinta es recibir lo que uno paga.
Lo grave es que ya no sorprende. Nos hemos acostumbrado a llamar a la empresa de energía y escuchar una grabación que dice que “estamos trabajando para mejorar su experiencia”, mientras el aire se corta en plena siesta y el abanico se queda inmóvil como nuestras esperanzas. O llamar a la empresa de acueducto para que nos digan que el servicio fue interrumpido por “daños en la línea de conducción”, frase que parece sacada de una novela de realismo mágico, porque esas líneas viven dañadas desde que tenemos memoria.
Y ni hablar de los “planes de mejora”. Cada año presentan uno nuevo, con nombres tan creativos como inútiles: “Energía para todos”, “Agua segura”, “Servicio con calidad”… puro marketing para tapar lo mismo de siempre: ineficiencia, improvisación y una desconexión total con la realidad del usuario.
Pero lo peor de todo no es el mal servicio, ni siquiera el costo exagerado. Lo que realmente indigna es la falta de empatía. Porque cuando uno se queja, lo tratan como si estuviera pidiendo un favor. Como si el usuario fuera culpable por querer que el agua llegue limpia, que la luz no se vaya en cada brisa, y que el gas no venga con sorpresas. Aquí reclamar se ha vuelto una osadía, casi una falta de respeto.
Ver a un funcionario de una empresa de servicios públicos rondando por el barrio se ha convertido en una señal de alarma. No se sabe si esconderse o preparar el reclamo, porque su presencia genera más temor que confianza. Hay quienes dicen, medio en broma, medio en serio, que no se sabe quién cae peor: si ellos o los condenados por delitos sexuales. Y es que su sola llegada presagia cortes, cobros inexplicables o visitas “técnicas” que terminan en multas por supuestas conexiones irregulares… aunque el que lleva cinco días sin agua es uno.
Y ojo, que no estamos hablando de personas malas. Muchos de esos funcionarios también son víctimas del sistema. Pero el uniforme que cargan sobre los hombros representa una maquinaria que no escucha, que no responde, y que lo único que sabe hacer bien es cobrar. No importa si el recibo llega con cifras más propias de una empresa en Dubái que de una casa en Gaira. Ellos repiten el libreto: “hay que pagar primero y reclamar después”. Como si el servicio fuera un privilegio, no un derecho.
Porque lo más grave no es solo que los servicios públicos funcionen mal. Es que, detrás del despelote, hay toda una estructura que se beneficia del caos. Un recibo inflado aquí, un contrato de “interventoría” allá, una licitación para cambiar el mismo tubo que se reventó hace tres años… El problema no es la falta de soluciones, sino el exceso de intermediarios chupando del sistema.
El desorden no es una falla: es una estrategia. Cuando todo está roto, nadie puede pedir cuentas claras. Cuando la gente está desesperada por agua, por luz, por gas… acepta cualquier parche. Y mientras tanto, se reparten el presupuesto en consultorías, estudios técnicos y obras inconclusas que se inauguran más de lo que se usan.
En muchos casos, el negocio no está en prestar el servicio, sino en mantener la emergencia. Porque la emergencia justifica la contratación directa, los convenios urgentes, las prórrogas indefinidas.
Tomemos un caso cercano: En una ciudad de la costa que va a cumplir 500 años, pero por supuesto no voy a decir el nombre, se creó una empresa que supuestamente debía ser la salvadora de los servicios públicos, esta terminó convertida en el símbolo del desastre. Nació con el discurso de “recuperar lo público” y terminó atrapada en una mezcla tóxica de politiquería, falta de planeación y decisiones improvisadas. ¿Resultado? Agua que no llega, facturas que sí, y promesas que se diluyen más rápido que el jabón cuando toca bañarse con totuma.
Entonces, ¿qué hacemos? Porque quedarnos en la quejadera tampoco llena los tanques ni baja las tarifas. Pero ojo, que sí hay salidas, y no son de otro mundo. Lo primero es dejar de pensar que los servicios públicos son un favor al usuario final. El agua, la luz y el aseo deben convertirse en asuntos privilegiados para gobiernos, operadores y usuarios.
Aquí no se trata de armar una guerra entre usuarios y empresas, ni de señalar solo al gobierno. Se trata de entender que el sistema está enfermo porque todos los actores han fallado: La empresa, por ineficiente, ciega y arrogante; El Estado, por ausente, débil o complaciente; El usuario, por tramposo, indiferente o irresponsable.
Ponerle fin a modelos de parche como “solucionamos con un carro tanque” o “racionamiento programado para eficiencia”. Ya basta de emparapetar el problema con paños de agua tibia o ni eso, porque ni agua hay. Hay que pensar a largo plazo: inversiones serias, planificación con enfoque territorial y recursos bien administrados, no diluidos en otros menesteres.
Porque aquí no se trata solo de que el agua llegue o que la luz no se vaya. Se trata de dignidad. De poder prender un ventilador sin miedo, de poder bañarse sin rogarle al cielo, de que la factura no venga con insulto incluido. Se trata de que vivir en cualquier rincón del caribe no sea una hazaña, sino un derecho con garantías.
Entonces, ¿qué hacemos? Porque quedarnos en la quejadera tampoco llena los tanques ni baja las tarifas. Pero ojo, que sí hay salidas, y no son de otro mundo. Entendamos que debemos dejar de tratar los servicios públicos como si fueran un enigma sin solución. El agua, la luz y el aseo no son lujos ni favores, son derechos fundamentales que deben prestarse con calidad, eficiencia y responsabilidad.
En un país donde sobrevivir a los servicios públicos se volvió parte del día a día, hablar de dignidad no puede ser un lujo ni una exageración. Es simplemente justicia. Y aunque la sensación general sea que aquí todo es cuesta arriba, también hay una verdad que se niega a apagarse: la gente no ha perdido la esperanza, solo está esperando que por fin la traten con el respeto que merece.
Porque mientras el calor aprieta y el agua escasea, mientras la luz sube y la empatía baja, lo mínimo que deberíamos tener claro es que los servicios públicos no son favores: son derechos. Y exigirlos no es ser conflictivo, es ser ciudadano.
Así que sí, estamos jodidos, pero no vencidos. Y mientras tanto, que no falte el menticol, el Vick VapoRub y las ganas de cambiar las cosas.
Comments