¿De qué sirve la pena de muerte si el 62% de los abusadores queda libre?
- Acta Diurna
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Por: Samuel Fierro García

Hay fantasmas que se niegan a morir. Uno de ellos —persistente, voraz, anclado en las raíces de una sociedad herida— es la creencia de que el dolor se cura con más dolor, que la justicia es un castillo edificado sobre el cadalso. En Colombia, esa idea reaparece como un vendaval cada vez que la tragedia de la violencia contra la niñez estremece nuestra conciencia colectiva. El clamor, comprensible desde la indignación, es simple en apariencia: "¡Pena de muerte para los violadores de niños!". No obstante, lo que parece justicia es, en verdad, una sombra de ella, una ficción teñida de venganza que, lejos de erradicar el crimen, lo perpetúa en las tinieblas del autoritarismo.
Decía Cesare Beccaria, en su tratado De los delitos y las penas, que "no es útil la pena de muerte porque el ejemplo es más aterrador cuando se prolonga en el tiempo". Y tenía razón. Hoy, más de dos siglos después, la evidencia científica —como la brindada por los juristas norteamericanos Gary Becker y Richard Posner en su investigación titulada La moralidad de la pena capital— indica que "no existen pruebas concluyentes de que la pena de muerte reduzca la tasa de delitos violentos", porque la raíz del crimen no está en la falta de severidad del castigo, sino en las grietas estructurales que incuban la violencia: pobreza, ignorancia, impunidad y, en el caso del abuso sexual infantil, la opacidad de los vínculos familiares donde la víctima no es atrapada con grilletes, sino con silencios.
Por otra parte, la evidencia empírica demuestra que el abuso sexual generalmente ocurre en escenarios de control emocional, no de cálculo racional; en tanto que el agresor no se detiene ante la idea de una pena máxima porque se siente invulnerable, parapetado en la intimidad de lo doméstico. Para él, la justicia es un fantasma improbable, no una certeza disuasoria. Y el derecho penal, entonces, no debe ser una espada flamígera que amenace en vano, sino una brújula ética que oriente al Estado hacia la prevención, la educación y la resocialización.
Sin embargo, los clamores de sangre ignoran el mapa de los Derechos Humanos que Colombia juró respetar cuando firmó el Pacto de San José de Costa Rica. Allí, en el artículo cuarto, se afirma el derecho a la vida como un bien inalienable. Y si el Estado, llamado a proteger la vida, se convierte en su verdugo, ¿qué mensaje enviaría a la ciudadanía? ¿Qué diferencia habría, entonces, entre la barbarie del criminal y el castigo institucional que lo ejecuta?
Amnistía Internacional y múltiples organismos internacionales han señalado que la pena capital viola la dignidad humana. Y la dignidad, como bien lo establece nuestra Constitución de 1991, es el pilar que da origen a todo el orden jurídico colombiano. Derribarla para instaurar el castigo absoluto es, en términos políticos, dinamitar el alma misma del Estado de Derecho. Y, amén, transgredir el sistema de jerarquías defendido por Kelsen y reseñado por Merkel en la conocida Pirámide kelseniana.
La cultura del castigo que atraviesa el tejido colombiano responde más a un deseo de expiación colectiva que a una lógica de eficacia penal. Ya advertía la jurista colombiana Andrea Orozco en su tesis doctoral Perspectivas punitivas en el sistema de justicia colombiano: cultura del castigo y sus implicaciones que "en Colombia gran parte de la población asocia la severidad del castigo con la efectividad de la justicia", pero es una suerte de fe punitiva que transforma la justicia en escarmiento, aun cuando el castigo no es medicina, ni bálsamo, ni cura. Es, en el mejor de los casos, un último recurso. La verdadera justicia —como escribiera Albert Camus en El hombre rebelde— no se satisface con la muerte del otro, sino con la afirmación de la vida, incluso de la vida del culpable.
Además, si miramos la realidad con ojos sin niebla, veremos que la impunidad es el verdadero monstruo. Según registros del ICBF, hasta 2023 el 62% de los casos de abuso sexual infantil en Colombia no termina en condena. Así pues, ¿de qué serviría la pena de muerte si la mayoría de los abusadores ni siquiera es identificada, capturada o juzgada? Sería como poner un letrero de "Prohibido el paso" en un bosque sin caminos: una declaración estéril, incapaz de cambiar el curso de los hechos.
En ese sentido, la propuesta de instaurar la pena capital en el contexto colombiano no solo es jurídicamente inviable, sino socialmente irresponsable, siendo que, incluso, podría empeorar la situación de las víctimas a partir del temor de que una denuncia provoque la ejecución del agresor —frecuentemente un padre, tío o padrastro— y disuadir a los menores y sus familias de acudir a las autoridades. Se originaría, a este respecto, un tipo de silencio más cruel todavía, porque transformaría la justicia en amenaza.
El ensayista francés Paul Valéry dijo alguna vez que "la política es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le importa". Y, en este caso, el Estado debe entorpecer la tentación populista de usar la pena de muerte como espectáculo de control en la medida en que desvía la atención de las reformas profundas que verdaderamente importan: programas de prevención, educación sexual integral, fortalecimiento del sistema judicial y atención psicosocial a víctimas y agresores.
Castigar con la muerte el acceso carnal violento o cualquier otra manifestación de abuso sexual no repara el daño ni evita que vuelva a ocurrir, sino que profundiza la lógica del sufrimiento como respuesta y desplaza la justicia de su eje ético hacia un abismo vengativo. Per se, la protección de los niños de Colombia no se garantiza creando patíbulos, sino formando una sociedad donde el abuso no tenga cabida: una justicia que escuche, prevenga, acompañe y transforme, porque la pena de muerte no es signo de fortaleza institucional, sino de su fracaso más amargo. Y defender la vida, incluso en medio del horror, es la verdadera prueba de civilización.
Finalmente, quisiera recordar las palabras del poeta español León Felipe en su escrito ¡Qué lástima!, en que declamó la icónica frase: "No me pidan que cante con voz de verdugo". La aprovecho para confesarles que yo tampoco puedo. Como académico, como ciudadano, como ser humano, ¡no puedo cantar con la voz de verdugo!, porque la justicia no se construye sobre la sangre derramada, sino sobre la convicción de que todo ser humano —aun el más despreciable— es titular de derechos inalienables. Defender esa idea no es complacencia. Es resistencia. Es, en su sentido más alto, un acto de conciencia.