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Colombia y la epidemia de legalidad como moralidad

Por: Alexander Restrepo R.



Hace ya varios años el escritor chocoano Óscar Collazos afirmó (refiriéndose a la entidad abstracta que es ser “colombiano”) lo siguiente:


De manera siempre equívoca, se trata de definir el "ser colombiano" destacando defectos y virtudes. Pero ni siquiera las estadísticas pueden probar que defectos y virtudes sean expresión incanjeable de las mayorías. Pueden ser más prominentes los defectos que las virtudes, pero esto no sucede solamente con los colombianos.



Podemos estar de acuerdo con todo lo anterior, pero especialmente con la última frase. En efecto, ¿quién podría negar que no solamente en el caso de los colombianos salen a relucir en mayor medida las máculas? Como lo reconoce Collazos (luego de citar a otro profesor, quien en su momento afirmó que ser colombiano es un “acto de fe”): “Tengo la convicción de que nuestra 'malicia indígena', la desconfianza con que nos miramos unos a otros, es el resultado de golpes y decepciones históricos, de expectativas defraudadas en los órdenes social e individual”.


Sin embargo, como ya no parece consolarnos el hecho de que en otros lugares del mundo también exista ignominia (es la nuestra la que nos golpea), urge reflexionar en torno a aquellos pensamientos y prácticas que hacen de esa ignominia una repetición, un hábito desafortunado. Nuestra historia reciente parece oscilar constantemente de un “acto de fe” a otro, pisando a veces una línea muy delgada entre aquello que se puede juzgar, reprochar o condenar desde el punto de vista legal, y aquello cuestionable desde un punto de vista ético. Frecuentemente importantes funcionarios públicos “justifican” ante los medios de comunicación actos moralmente reprochables, bajo la muletilla de: “no es contrario a la ley”; “seguimos todos los protocolos”; “nunca han podido comprobar nada de lo que se me acusa”, etc. El argumento de fondo es que por no haber sido condenados en juicio son libres de responsabilidad ética (no digo pecado porque eso es igual de vaporoso a la presunción de inocencia).


En ánimo de la mayor objetividad, podemos aplicar la misma salvaguarda de Collazos acerca la identidad colombiana, al caso del actual gobierno frente a otros. En efecto, los reproches éticos sobre la gestión de funcionarios públicos no es un tema exclusivo de la actualidad, siendo enquistado por décadas y a medida que crece el Estado (a nivel burocrático) desde ese saludo a la bandera que hemos llamado “independencia". Sin embargo, es indudable que en el actual gobierno parece haberse incrementado esa malsana recurrencia a algunos principios constitucionales consagrados, primero, en el artículo 15 como derecho al “buen nombre”, y segundo, en el artículo 29 como derecho a la “presunción de inocencia”.


Y es que hemos observado últimamente un conjunto de situaciones que, ante cualquier espectador razonable o imparcial, resultarían del todo antiéticas, lo cual, desde el punto de vista justificativo, en principio no estaría limitado por la argumentación jurídica.



Sin ahondar —por temas de espacio y de énfasis— en la gran cantidad de polémicas que ha acumulado ya el actual gobierno, basta con mencionar el revuelo causado recientemente por la elección de Juan Carlos Granados, excontralor de Bogotá, como magistrado de la nueva Comisión Nacional de Disciplina Judicial. Este nuevo ente se establece en el marco de otro hecho que no resiste el mínimo reproche ético: el “atornillamiento” en sus cargos de dos magistrados del Consejo Superior de la Judicatura en su Sala Disciplinaria (interina): Julia Emma Garzón y Pedro Sanabria, quienes llevaban más de 11 años en sus cargos luego del vencimiento de sus periodos legales. Cuando el gobierno actual fue cuestionado por ternar a Granados para nada más ni nada menos que conformar un cuerpo encargado de juzgar disciplinariamente la conducta judicial, afirmó, recurriendo a la misma y consagrada muletilla, que el aspirante no tenía impedimentos legales para aspirar a tal dignidad: “(…) en verificación documental de los antecedentes (…) no figura ninguna sanción ni condena penal, disciplinaria o fiscal”.


Recordemos que Granados tiene en curso un proceso ante la Corte Suprema de Justicia por presuntamente haber recibido dinero para adjudicar un contrato vial en Boyacá mientras fungía como gobernador, en tal vez el peor hecho de corrupción en los últimos años en Colombia y la región, como lo es el caso Odebrecht. Sin embargo, para el gobierno, era un aspirante completamente idóneo mientras no hubiera decisión judicial sobre su culpabilidad. Si bien es cierto que una garantía en el Estado social de derecho y en las democracias es el debido proceso, junto con los principios señalados arriba, es importante recordar la célebre frase adjudicada a Julio César: "La mujer del César no solo debe serlo, sino también parecerlo". Curiosamente, el mismo Código Iberoamericano de Ética Judicial establece que:


Desde esa perspectiva de una sociedad mandante se comprende que el juez no solo debe preocuparse por “ser”, según la dignidad propia del poder conferido, sino también por “parecer”, de manera de no suscitar legítimas dudas en la sociedad acerca del modo en el que se cumple el servicio judicial.


Es así como el abismo entre el buen nombre y la deshonra; entre la dignidad y el descrédito, parece ser zanjado estratégicamente por las voces oficiales con el recurso a la “legalidad”, aun cuando haya indicio o reproche de falta a la ética. En efecto, no solo quienes tienen el deber de seleccionar a los altos funcionarios del Estado, sino los mismos implicados, no se cansan de confundir la legalidad con la moralidad: “Estamos actuando en derecho, de conformidad con la Constitución”. El reproche ético no solo aparece por un cuestionable uso de la “presunción de inocencia”, sino por lo que deberíamos considerar como el riesgo sobre el interés general de la “presunción de culpa”. En efecto, amén de las garantías procesales, si bien muchas personas investigadas pudieran ser declaradas inocentes (y ojalá sea así), no deja de ser a lo sumo contrario a la moralidad que tantos aspirantes con méritos comprobados y sin “máculas” en sus hojas de vida, tengan desventaja ante personas cuestionadas, pero con excelentes relaciones con quienes controlan la burocracia y los cargos de poder.



Por ende, en Colombia, además de muchas otras pandemias, es necesario combatir urgentemente aquella en donde varios funcionarios públicos consideran que por el hecho de no haber sido condenados en juicio son idóneos y gozan de legitimidad para dirigir al Estado. La ética está antes que el derecho y no al contrario. De hecho, la moralidad atraviesa todo el ordenamiento y fundamenta su deber ser, no solo su ser. Hasta que como país no pongamos la responsabilidad ética por encima de los arduos y a veces “complejos” desenlaces procesales deberemos seguirnos acostumbrando a casos como los mencionados, indignantes.

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