Por: Carlos Logreira
Mi amigo Ernesto del Porto me preguntó si ya tenía el libro póstumo de Gabo y yo me quedé pensando en Kafka.
«La metamorfosis» le rompió el coco a Gabo: si un libro empezaba cuando Gregorio despierta convertido en un bicho, entonces todo era posible. No solo que el realismo de Flaubert podía traspasarse con los juegos temporales de Faulkner, sino que un hombre podía contar desde su cuarto la vida como un bicho.
Esa novela de hace más de cien años no trata de bichos ni de monstruos de ciencia ficción, o bueno, también, pero más que nada trata de la más cruda y palpable crítica social, y de un viaje psicoanalítico contado por un bicho. Pero, sobre todo, muestra que las posibilidades de la literatura son las voluntades disciplinadas de quienes crean lo que quieren porque quieren. Siempre se trata de voluntad.
Entonces Gabo se sintió a sus anchas para crear lo imposible. No solo las muertes y los vuelos fantásticos, no solo el realismo mágico, sino que se dio licencia para, después de «Cien años de soledad», hacer una novela antípoda al realismo mágico, rebelde a la tersa redacción con la que escribió la historia de los Buendía, y nos mandó a la vida putrefacta del poder contada con la puntuación rocosa de «El otoño del patriarca».
Kafka ordenó que, una vez muerto, los manuscritos de lo que aún no había publicado fueran quemados, pero Max Brod, amigo y editor, traicionó su voluntad y los publicó póstumamente. Menos mal, diría alguien, o nos hubiéramos perdido de «El proceso».
Menos mal, diría yo, y menos mal por ti y quienes leímos El proceso, pero qué lástima por Kafka, por la voluntad del hombre que no pudo siquiera decidir, el mismo, en lo único que quizá era más el mismo: su arte. ¿Acaso no hubiera existido Kafka sin esos textos póstumos que ni le dieron ni le quitaron más de lo que ya era Kafka? ¿Acaso hubo un asomo altruista de Max Brod con la intención de que el mundo disfrutara más del genio?
Pero qué altruismo se puede ver en la actitud de esos hijos de Gabo que esperaron a que se muriera Mercedes para publicar, contra su voluntad, un libro de infidencias de la pareja. Y eso que no hubo terrenos en donde Gabo y Mercedes tuvieran más celo a que entrara la opinión pública que su hogar.
Qué lástima con Gabo, digo yo, y con Mercedes que era su intérprete genuina y defensora, porque les unía un vínculo más profundo y sincero que la casualidad de la sangre. Nada más muerto él y ella, y sus hijos autorizaron la realización de una serie de Cien años de soledad.
Al respecto no pueden dar la explicación que ahora presentan para justificar la publicación de «En agosto nos vemos». Anteayer, en una rueda de prensa con los hijos de Gabo se escuchó, a modo de puñalada trapera, que cuando Gabo ordenó destruir los manuscritos que contenían la novela que desestimó, no estaba en el pleno de sus facultades para juzgar su propia obra, dijo Rodrigo García Barcha (que debería llamarse Bruto).
Hay varias entrevistas escritas y en video en las que Gabo, en el furor de su ingenio, dijo que no quería una película de Cien años de soledad, y no porque tuviera algo en contra del cine, pues sí autorizó la adaptación de otras obras, se trataba de una idea clara del destino de Cien años de soledad. Y esa era su voluntad. En una entrevista de 1981 publicada por The Paris Review, Gabo contó que, ante las propuestas que le llegaron para hacer una película de Cien años de soledad, había puesto el precio de un millón de dólares a los derechos y, así, lograba desestimular el negocio. Le tocó irlo subiendo cuando las ofertas se acercaban, porque —en sus palabras—: “… yo no tengo ningún interés en que se haga una película y, mientras pueda impedirlo, lo haré. Prefiero mantener la relación íntima que existe entre el lector y el libro”. Pero se murió y no pudo seguir impidiéndolo.
Esta semana se publicó ese libro sin Gabo y contra Gabo. Qué lástima, pero nada puedo hacer para impedir un acto a manos de la vanidad y la avaricia de quienes se favorecen por la simple casualidad de la sangre. Solo me queda un acto protegido por la relación íntima que tengo con Gabo: soy su lector. Voy a honrarlo y no voy a leer esa contrariedad de voluntad y voy a respetar la única vanidad que aquí habría que respetar: la de un escritor que no quiso publicar una obra. Total no me pierdo de casi nada, hay tanta literatura en Gabo que no será una gran ausencia para mis ojos cuando, además, todavía no me he leído todo lo que él sí quiso que leyera y que volviera a leer.
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