La farsa del mérito: convertir el privilegio en virtud y el fracaso en culpa
- Acta Diurna
- hace 2 días
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Por: Manuel Fernando Gonzalez Villamil

Te dicen que podés lograrlo. Pero no te dicen que todo ya estaba decidido antes de que empezaras a correr. El éxito no depende solo de vos, depende del punto de partida que nunca elegiste.
Nos enseñaron a creer que el esfuerzo lo puede todo. Que si no llegás, es porque no lo intentaste lo suficiente. Que el mundo premia a quien no se rinde. Pero nadie dijo que algunos ya habían ganado antes de empezar. Que hay quienes nacen en la meta, mientras otros ni siquiera alcanzan a ver la pista.
La meritocracia no es un ideal. Es una excusa elegante del sistema para justificar por qué unos están arriba y otros abajo. No te dice que tu entorno, tu apellido, tus contactos o tu color de piel pesan más que tu voluntad. Te dice que todo depende de vos. Y eso, lejos de empoderarte, te aísla. Te culpa.
El relato meritocrático es brillante porque apela a la emoción, al orgullo, al deseo de superación, al miedo a no pertenecer. Y funciona porque instala una lógica perversa: si no lo logras, es tu culpa. No del sistema. No de la estructura. No del punto de partida. Solo tuya.
Por eso quien fracasa se calla. Siente vergüenza. No se organiza, no protesta, no denuncia. Se resigna a pensar que no lo intentó lo suficiente. Se castiga y, en ese gesto, el sistema se felicita a sí mismo, porque no necesitó represión: le bastó con instalar una narrativa.
Y lo más perverso es que funciona incluso entre los que menos tienen. El hijo del obrero que culpa a su papá por no “emprender”. La madre precarizada que se autoflagela por no “salir adelante”. El joven becado que agradece mientras lo explotan porque “al menos tiene una oportunidad”. Así se forma un ciudadano que no exige derechos: agradece sobras.
La carrera no es pareja, algunos corren descalzos y con hambre, otros llegan en Ferrari y creen que su victoria es mérito propio. Lo dicen en conferencias, en entrevistas, en redes sociales. Mientras tanto, la hija de la empleada doméstica estudia contabilidad a la luz de un poste, en la vereda.
Nos hablan de movilidad social como si fuera automática, pero en Chile, salir de la pobreza puede tomar cinco generaciones. En Colombia, hasta once. ¿Qué hay de meritocrático en eso? ¿Qué mérito puede medirse cuando el punto de partida ya es un muro?
La meritocracia es una religión sin milagro, solo promesas. Y lo peor: una religión sin herejes. Porque quien la cuestiona es visto como flojo, resentido, fracasado. El sistema logró convertir el reclamo justo en queja sospechosa y el privilegio, en esfuerzo mal contado.
El sujeto meritocrático no mira hacia arriba, mira hacia los lados, compite con sus iguales, desprecia a los que no llegan, se burla del que duda. Y así, se convierte en su propio carcelero simbólico. Sueña con ser el próximo millonario… y termina defendiendo al que lo explota.
Y luego nos preguntamos por qué los de abajo votan por los de arriba: porque les hicieron creer que algún día serán ellos. El sueño de subir pesa más que el miedo a caer.
El mérito en este sistema no es un camino, es una coartada. Y la narrativa del “si querés, podés” funciona como trampa perfecta: no denuncia la injusticia, la personaliza. No ataca la estructura, la romantiza. Y lo más triste: no libera, adoctrina.
Porque cuando alguien nace en desventaja estructural, lo justo sería nivelar el terreno. Pero la meritocracia dice: “corré más rápido”. Aunque estés descalzo. Aunque corras en barro. Aunque el otro ya haya llegado con apellido compuesto y motor turbo.
No es que no existan historias de superación, es que esas historias son la excepción, no la regla. Y son usadas como propaganda, como anestesia colectiva, como ejemplo para disciplinar a quienes se atreven a decir que no, que así no se puede.
La trampa de la meritocracia no es solo económica, es simbólica, es emocional, es política, porque mientras te culpas, el sistema respira tranquilo. Porque mientras competís, el poder no se cuestiona. Y porque mientras sueñas con subir, ellos siguen bajándote el techo.
El mérito dejó de ser una virtud, ahora es un dogma, y como todo dogma, solo sirve si no se cuestiona. La gran estafa no fue hacerte correr más, fue convencerte de que si no ganas, el problema sos vos.
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