Para quien mira ansiosamente el reloj tratando de terminar un examen, o de llegar al aeropuerto antes de que se cierre la puerta de embarque para su vuelo, plantear si el tiempo realmente existe puede parecer una broma de mal gusto. Pero lo cierto es que esto es algo que el ser humano lleva preguntándose al menos 2.500 años, sin que ninguna respuesta hasta ahora haya sido satisfactoria para todos. Las cosas se complican aún más cuando los físicos intentan avanzar hacia esa tan preconizada “teoría del todo” capaz de englobar en un mismo saco las partículas subatómicas y las cosas grandes. Porque a menudo ocurre que, una vez que los científicos se han explayado en sus ecuaciones, resulta que el tiempo no aparece por ningún lado. Y si no forma parte de la trama fundamental del universo, ¿cómo sabemos que no es algo que hemos inventado para explicar lo que no comprendemos?
Alrededor del año 500 a.C. Heráclito de Éfeso observó que, si nos bañamos dos veces en el mismo río, ni nosotros ni el río somos ya los mismos; según el concepto atribuido a él por Platón, panta rei, “todo fluye”. La filosofía de Heráclito se basa en el paso del tiempo. Pero hacia la misma época, Parménides de Elea sostuvo una visión que tradicionalmente se ha considerado opuesta: nada cambia, todo permanece. Ambas doctrinas han inspirado visiones diferentes del tiempo en el pensamiento occidental de los siglos posteriores. Isaac Newton contemplaba el universo como un inmenso reloj inexorable que marcaba el paso del tiempo como una magnitud absoluta, algo que existía con independencia de todo lo demás.
Pero en el siglo XIX el físico Ludwig Boltzmann escribió: “Para el universo, las dos direcciones del tiempo son indistinguibles, igual que en el espacio no hay arriba y abajo”. La visión de Boltzmann se apartaba del tiempo como un absoluto en sí mismo, una constante del orden natural del universo. Implicaba que no hay una dirección objetiva del tiempo, y que nosotros la inventamos de acuerdo a nuestra percepción, del mismo modo que llamamos “abajo” a la dirección hacia el centro de la Tierra.
El tiempo como una ilusión
La gran revolución en nuestra idea del tiempo llegó con Albert Einstein. En su relatividad general incluía el tiempo como una dimensión más en la trama universal deformable que explica la gravedad, y en la relatividad especial el tiempo se convertía también en algo elástico, dependiente de la posición y la velocidad del observador, de modo que el concepto de “ahora” perdía todo su sentido. Décadas después, en una carta de condolencias a la familia de su amigo Michele Besso, fallecido poco antes, Einstein escribió que para los físicos “la distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión obstinadamente persistente”. Esta cita del físico ha suscitado frecuentes discusiones entre quienes la interpretan como un mero intento de aportar consuelo y quienes ven un verdadero pronunciamiento científico sobre el tiempo como una ilusión, incluso si el contexto era una simple carta personal. Sea como fuere, la visión de Einstein indujo al filósofo Karl Popper a compararlo con un moderno Parménides.
Por la misma época en que Einstein comenzaba a curvar el tiempo, en 1908 el filósofo John McTaggart Ellis avivaba una discusión que ha perdurado durante más de un siglo, al apostar por la irrealidad del tiempo. La llegada de la mecánica cuántica añadió un nuevo argumento: en el mundo de las cosas grandes aún podemos percibir una asimetría, una “flecha del tiempo”, expresión acuñada en 1927 por el astrofísico Arthur Eddington, quien verificó la gravedad de Einstein mediante observaciones durante un eclipse. Esta flecha del tiempo se entiende en un sentido termodinámico, ya que la entropía de los sistemas —su medida del desorden— aumenta hacia lo que entendemos como el avance del reloj. Pero en el mundo de los átomos, las leyes de la mecánica cuántica se desprendían del tiempo: funcionan lo mismo hacia delante que hacia atrás, en el sentido del reloj o en el contrario; no tienen una dirección preferida. Y así como la materia y la energía se construyen a partir de elementos diminutos que son el objeto de estudio de la cuántica, ¿dónde están las partículas del tiempo? La experiencia nos dice que el tiempo emerge cuando nos alejamos del mundo del átomo hacia el de los objetos grandes; pero ¿cómo emerge, si no se forma de unidades más pequeñas?
Los lazos espacio-tiempo
Aún más, en la búsqueda de esa teoría que unifique las dos hasta ahora separadas sobre lo grande y lo pequeño, a menudo ocurre que el tiempo no está presente. Es el caso de la gravedad cuántica de bucles o Loop Quantum Gravity (LQG); a diferencia de su más popular competidora, la teoría de cuerdas, que reemplaza las partículas por pequeñas cuerdas lineales en un espacio-tiempo ya formado, la LQG construye el tapiz del universo a partir de diminutos lazos de espacio-tiempo, como los píxeles de una pantalla.
En 2018 el físico teórico y divulgador Carlo Rovelli, uno de los creadores e impulsores de la LQG, publicó The Order of Time (Penguin Random House), un aclamado libro en el que explicaba la física sin tiempo nacida de esta teoría. Según Rovelli, el tiempo emerge en el contexto termodinámico, pero es una ilusión nacida de nuestro conocimiento incompleto; no es algo que exista objetivamente. “El tiempo es un concepto derivado, no es algo fundamental”, resume Rovelli. “La flecha del tiempo no es nada más que el aumento de entropía”. “Ciertamente tenemos una intuición común sobre el tiempo que se contradice con claros experimentos físicos”, añade.
Pero si Rovelli y otros físicos argumentan que nuestra comprensión del tiempo es ilusoria, otros autores van más allá al dejar abierta la posibilidad de que no exista en absoluto. Esto es lo que plantean los filósofos Kristie Miller, Sam Baron y Jonathan Tallant en su nuevo libro Out of Time: A Philosophical Study of Timelessness (Oxford University Press, 2022).
La negación de la existencia del tiempo, ¿ciencia o misticismo?
“Decimos que el tiempo podría no existir”, señala la coautora Kristie Miller, codirectora de The Centre for Time de la Universidad de Sídney. “Pero la siguiente afirmación es solo que los distintos acercamientos a la gravedad cuántica son tales que no muestran obviamente que existe un tiempo que emerja”, agrega. “Así que la afirmación es que, frente a todo lo que nos han dicho hasta ahora, podría resultar que el tiempo no existiera”.
Sin embargo, Miller y sus colaboradores aportan una salida a este aprieto; y es que, si el tiempo quizá pueda no existir, aún tendríamos la causalidad, la noción de que una cosa provoca otra posterior. Y según los autores, podría ser esta, y no el tiempo, una propiedad fundamental del universo. “La idea es que quizá la causalidad podría desempeñar algunos papeles que solemos atribuirle al tiempo”, comenta Miller. “Es una buena pregunta si finalmente llegaríamos al tiempo, pero bajo otro nombre. Me tienta la idea de que, si tuviéramos algo que fuese suficientemente parecido al tiempo como para hacer el tipo de cosas que el tiempo parece hacer, ese sería el descubrimiento de que eso es el tiempo”.
Pero esta argumentación no convence a Rovelli: “La causalidad está incluso menos definida por el tiempo”, alega. Para el físico, hay nociones de tiempo y temporalidad en la naturaleza que tienen sentido incluso sin ninguna referencia a la causalidad. Lo cierto es que tampoco entre los físicos se ha extendido un consenso con respecto al tiempo, que según Rovelli “significa diferentes cosas en diferentes contextos”. Para algunos físicos, si se puede medir, cuantificar y definir matemáticamente, y si existen otras variables que dependen de él, es suficiente para aceptar su existencia. Miller, por su parte, señala que esto no basta: “Hasta que exista una explicación que nos haga entender cómo el tiempo emerge de una realidad fundamental atemporal, pensamos que se necesita más trabajo; y el libro intenta sugerir que esto puede ser más difícil de lo que se pensaba”.
Algunos físicos han llegado incluso a insinuar que negar la existencia del tiempo, o definirlo solo como una ilusión, entronca con ciertas corrientes pseudocientíficas o místicas actuales que se presentan bajo una tergiversación de las palabras de Einstein. Al fin y al cabo, lo cierto es que no se puede falsar la existencia del tiempo, o probarse su inexistencia. Miller reconoce que existen pseudociencias que niegan el tiempo, pero se distancia de estas proclamas: “No nos pronunciamos sobre esto”, zanja.
¿Son posibles los viajes temporales?
Todo lo anterior abre otra puerta interesante hacia uno de los terrenos favoritos de la ciencia ficción: si el tiempo fuese una ilusión, o no existiera, ¿en qué lugar dejaría esto la posibilidad de los viajes temporales? Rovelli opina que la LQG no impide que pueda existir lo que llama “trayectorias cerradas de tipo temporal en el universo”, pero cree “extraordinariamente improbable que alguien pudiese llegar aquí recordando cosas sucedidas en nuestro futuro”.
Miller apunta que algo como lo que entendemos por viaje temporal sería posible como una especie de causalidad desviada, si “algunas flechas causales apuntaran en direcciones diferentes a la mayoría de ellas”. La filósofa plantea: “Algo que haces ahora, entrar en la máquina, causaría que existieras en un tiempo que, dadas todas las demás flechas causales, contaría como anterior”. De hecho, añade, existen teorías sobre la dirección del tiempo que no requieren que todas estas flechas causales apunten en la misma dirección, sino que basta con que la mayoría de ellas lo hagan. Y si existen esas flechas rebeldes, ahí tendríamos nuestro camino para viajar en el tiempo. Aunque construir la máquina sería incluso mucho más complicado que tratar de convencer a quien nos ha cerrado la puerta de embarque de que la existencia del tiempo, en física y filosofía, es algo muy discutido.
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