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Entendiendo la escalada militar de EE.UU. en el Caribe

Por Álvaro Merino


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La «guerra contra el terror» ha llegado a Latinoamérica. En su enésima pirueta política, Donald Trump está reciclando la retórica y las herramientas de la ofensiva militar lanzada por George W. Bush tras el 11-S para la actual escalada militar en el Caribe. Al vincular narcotráfico con terrorismo, Trump enmarca dentro de la defensa de la seguridad nacional las 80 muertes que ya han provocado los ataques estadounidenses contra presuntas narcolanchas en el Caribe y el Atlántico Oriental.


Su Administración, sin embargo, no ha aportado ninguna prueba de que esas embarcaciones supusieran amenaza alguna para EE.UU. y ha rechazado solicitar la declaración de guerra al Congreso. «Los cárteles son el ISIS del hemisferio occidental», ha llegado a afirmar Donald Trump, que ya declaró en febrero a alguno de estos grupos «organizaciones terroristas extranjeras». Pero tras el verano la ofensiva antidrogas de su Gobierno ha entrado en una nueva fase mucho más agresiva: ha militarizado el Caribe —el despliegue naval es el mayor desde la Guerra Fría—, ha hundido 18 botes desde septiembre y ahora apunta directamente al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, al que acusa de liderar el mal llamado Cártel de los Soles.


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Desde hace dos meses, Estados Unidos mantiene en el Caribe, cerca de la costa venezolana, ocho buques de guerra y un submarino, a los que se acaba de sumar el portaaviones USS Gerald R. Ford y tres destructores que lo han escoltado durante su viaje desde el Mediterráneo. El despliegue del USS Gerald R. Ford, que transporta a 5.000 marineros y más de 75 aviones y es el buque de guerra más caro jamás fabricado, confirma que la operación para interceptar a narcotraficantes a bordo de lanchas rápidas está evolucionando hacia algo mucho más serio.


La Armada de los Estados Unidos cuenta con once portaaviones, de los que suele tener operativos solo tres por razones de mantenimiento y formación, y el movimiento del Gerald R. Ford hacia el Caribe deja sin cobertura a Europa, que lo necesita para disuadir a Rusia. Los otros dos permanecen en Japón —con un ojo puesto en China— y el océano Índico —por Irán y los hutíes—. De esta manera, el despliegue naval estadounidense en el Caribe es el mayor desde la operación Tormenta del Desierto en el golfo Pérsico de 1991 y, en el contexto caribeño, el mayor desde la crisis de los misiles de Cuba de 1962. A ello hay que sumar unos 10.000 militares desplegados en el Caribe, la mitad en buques de guerra y la otra mitad en bases de Puerto Rico.


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Venezuela y el tráfico de drogas


Además de dirigir el Cártel de los Soles, Donald Trump acusa a Nicolás Maduro, presidente de Venezuela desde 2013, de liberar a delincuentes de sus cárceles e instituciones mentales y enviar a miembros del Tren de Aragua —el grupo criminal venezolano más prominente— a Estados Unidos. Algo similar ocurre con el presidente de Colombia, Gustavo Petro, al que la Casa Blanca acusa también de ser un capo de la droga.


Pero es solo en el caso de Venezuela en el que Trump ha deslizado la posibilidad de lanzar una acción militar. En las últimas semanas, el magnate republicano ha afirmado que los ataques en el mar se extenderían al territorio venezolano y que los días de Maduro como presidente de Venezuela estaban contados, aunque ha descartado por el momento una guerra con el país latinoamericano.


A pesar de los esfuerzos de su Administración por incluir una posible intervención en Venezuela en una nueva «guerra contra el terror» y la lucha contra el narcotráfico, lo cierto es que el país no juega un papel destacado en el tráfico regional de drogas. La propia Administración de Control de Drogas del Gobierno estadounidense estimó en 2020 que solo el 8% de la cocaína que llega al país norteamericano atraviesa Venezuela, mientras que la ruta del Pacífico canaliza hasta tres cuartas partes de la cocaína que alcanza el mercado estadounidense desde los centros de cultivo de Colombia, Perú y Bolivia.


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El corredor caribeño era la principal ruta contrabandista en los años ochenta y noventa. Ahora, sin embargo, la cocaína suele entrar por tierra a través de la frontera sur de Estados Unidos tras seguir un recorrido indirecto en el que los barcos hacen paradas intermedias en países del Caribe, Centroamérica o México. Una parte minoritaria de ese tráfico sucede por aire, y ahí los vuelos desde Venezuela, que comparte una frontera muy porosa con el principal productor de coca, Colombia, sí juegan un papel más destacado, según datos de la ONU.


Más allá de la cocaína, la epidemia de drogadicción que vive Estados Unidos es en realidad una crisis de opioides, concretamente de fentanilo. Y, de nuevo, esta droga se fabrica prácticamente en su totalidad en México con sustancias químicas importadas en su mayoría de China, mientras que Venezuela apenas interviene en la producción o el contrabando de fentanilo.


La escalada militar en el Caribe se equivoca por tanto de prioridades geográficas. También de herramientas: un barco destructor es tres veces más caro que un guardacostas y, aunque puede generar titulares, no contribuye a desmantelar las sofisticadas redes del narcotráfico internacional. En su lugar, Washington podría dotar a la Guardia Costera de más medios y reforzar una estrategia que ya está funcionando. La incautación récord de drogas en la frontera de 2024 vino de la mano de un aumento del personal de inspección y el uso de tecnología puntera para identificar cargamentos sospechosos. Al mismo tiempo, Estados Unidos continúa siendo el principal proveedor de armas de los grupos criminales a los que pretende combatir: el 73% de las armas recuperadas en el Caribe provienen de fuentes estadounidenses.


Qué busca Trump en Venezuela


Teniendo en cuenta la falta de coherencia del argumento de la lucha contra las drogas, todo apunta a que la escalada militar en el Caribe tiene como objetivo principal el derrocamiento del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela. No en vano, Trump ha autorizado a la CIA a llevar a cabo operaciones encubiertas en Venezuela y ha elevado la recompensa a cambio de pistas que puedan conducir a la detención de Maduro a 50 millones de dólares.


El presidente estadounidense ha tenido en el punto de mira al régimen socialista de Venezuela desde su primer mandato. «Cuando Venezuela sea libre, y Cuba sea libre, y Nicaragua sea libre, este se convertirá en el primer hemisferio libre de toda la historia de la humanidad», afirmó en 2019. Venezuela es al fin y al cabo un aliado de Cuba, Rusia, China e Irán, todos enemigos geopolíticos de Washington, en un hemisferio dominado por Estados Unidos. Y a ojos de la Casa Blanca actual, el país no puede ser una potencia global sólida si no consigue imponerse en todos los rincones del hemisferio occidental, desde Groenlandia y Canadá hasta Panamá o Venezuela.


Tampoco hay que olvidar que Venezuela es el país con más reservas probadas de crudo y que posee también jugosas reservas minerales, recursos que Trump quiere abrir de par en par a las empresas estadounidenses. Pero expulsar a Nicolás Maduro, que acumula una década en el poder gracias a una combinación de corrupción, represión y fraude electoral, ha resultado más difícil de lo esperado. Así, durante su primer mandato Donald Trump apostó por el opositor Juan Guaidó, quien también trató de lanzar una operación paramilitar para descabezar al régimen de Maduro con apoyo desde Miami en 2020.


Los intentos de Guaidó para hacerse con el control de Venezuela fueron en vano y Trump se acabó abriendo a un pacto con el núcleo chavista en 2020. En aquel entonces Caracas se cerró en bando, confiada de que Trump no conseguiría ser reelegido en las elecciones presidenciales.


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Tras su regreso a la Casa Blanca en 2024, el presidente republicano volvió a la carga y sus diplomáticos convencieron al régimen venezolano para que liberara a presos estadounidenses y aceptara el envío de migrantes venezolanos deportados. Pero entonces Marco Rubio, el actual secretario de Estado y asesor de seguridad nacional en funciones, irrumpió en escena. De ascendencia cubana y antiguo senador por Florida, Rubio está vinculado con la oposición venezolana y ha hecho de la lucha contra el socialismo latinoamericano su seña de identidad política. Es, también, el gran representante del ala intervencionista de la Administración Trump, en contraposición a una más aislacionista capitaneada por el vicepresidente J.D. Vance.


Haciendo uso del argumento de la defensa de la seguridad nacional y la lucha contra las drogas, Marco Rubio consiguió convencer a Donald Trump para no ceder ni un solo milímetro con Caracas y de la posibilidad de expulsar del poder a Nicolás Maduro. El despliegue militar en el Caribe responde a la creciente influencia de Rubio en el círculo más próximo del presidente, que rechazó en meses recientes una oferta de Maduro para rebajar tensiones y evitar un conflicto a cambio de una participación predominante estadounidense en su industria petrolera y minera.


Pero Trump no está convencido de entrar en Venezuela: el riesgo militar, legal y político de una intervención directa es demasiado grande, y no tiene prisa por tomar una decisión. De hecho, hasta que la temporada de huracanes no llegue a su fin en el Caribe a últimos de noviembre, no tiene por qué autorizar ninguna nueva operación. Mientras tanto, el apoyo a la presencia de barcos de guerra cerca de Venezuela ha caído al 30% en Estados Unidos, y menos de la mitad de los venezolanos —el 43%— apoyarían una intervención militar estadounidense.


De la presión psicológica a bombardeos selectivos


Hasta el momento, la presión sobre el régimen de Maduro ha sido psicológica. El despliegue militar, así como los ataques a supuestas narcolanchas o la autorización a la CIA, ha sido tan fulgurante y público que parece formar parte de una campaña de desmoralización y quiebre interno de la cúpula chavista. En la misma estrategia se enmarcan las continuas declaraciones de altos cargos estadounidenses sobre su caída, así como posibles sanciones u ofertas de exilio garantizado al círculo más próximo de Nicolás Maduro.


No obstante, la acumulación de activos militares cerca de aguas venezolanas empieza a ser demasiado intensa como para descartar otros escenarios. Uno de ellos sería la puesta en marcha de ataques aéreos selectivos sobre instalaciones militares para sembrar el caos en el Ejército venezolano, que hasta ahora ha cerrado filas con Maduro. Alguno de esos bombardeos tendría probablemente como objetivo puntos de distribución de drogas para sostener la retórica oficial de la lucha contra el narcotráfico.


Otro escenario sería la orquestación de una operación encubierta o el envío de fuerzas especiales para capturar o matar a Maduro en una operación relámpago. La CIA podría allanar el terreno consiguiendo información sensible o saboteando su Gobierno desde dentro. A pesar de ello, este tipo de injerencias han fracasado hasta la fecha.


Venezuela es, de hecho, uno de los pocos países latinoamericanos que escaparon del intervencionismo estadounidense durante todo el siglo XX, en muchas ocasiones ligado a la lucha contra el narcotráfico. Aunque el presidente republicano Richard Nixon formalizó la guerra contra las drogas en 1971, fueron sus sucesores Reagan y Bush padre los que la internacionalizaron y la mezclaron con la lucha anticomunista en América Latina. En ese contexto se enmarcan la invasión de Panamá en 1989 o el apoyo a los contrarrevolucionarios en Nicaragua en la década de los ochenta.


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De intervenir finalmente en suelo venezolano, la Armada estadounidense probablemente optaría por utilizar drones o armas de largo alcance para evitar poner en riesgo a sus soldados, una línea roja para Trump, que prometió acabar con las «guerras eternas» en campaña. Una invasión terrestre a gran escala parece por tanto muy improbable. En cualquier caso, si la operación para derrocar a Maduro prospera, no sería nada fácil gestionar su marcha. El heredero de Hugo Chávez controla todas las instituciones, y tanto la convocatoria de unas elecciones libres y plurales como la entrega del poder requeriría de complicadas negociaciones. EOM

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