Por: Carmelo A. Rodríguez P.
Tengo un amigo a quien de vez en cuando le hago las consultas más insólitas y a veces absurdas, pero él, que me conoce bien, suele seguirme la corriente y hasta la fecha nunca se ha negado en hacer su aporte porque, además de dejar a un lado sus ocupaciones diarias, responde con la franqueza del caso, como si se tratara de un asunto de vida o muerte.-
La más reciente ocurrencia fue la semana pasada cuando le pregunté si alguna vez había tomada agua de una tinaja, - o tinajera – como le decíamos en la casa a aquella vasija de barro instalada en un rincón de la sala, que tenía varios aditamentos, según alcanzo a recordar ahora.-
Mi papá, como buen carpintero, le construyó un remate de madera, soportado en cuatro patas para sostenerla, y debajo de este hubo que poner una pequeña ponchera, porque además goteaba como algo normal.- Mi mamá, en cambio, le puso una tapa de olla de aluminio y encima de esta un jarro blanco de peltre, que servía para sacar la porción de agua y echarla en el vaso para tomarla.- Nadie podía llevarse a la boca aquel jarro porque se las veía con la señora Marlene.-
Pues bien, mi amigo confirmó que en su casa también habían usado aquel recipiente de barro que hizo parte del patrimonio familiar en aquellos años que hoy son historias.- La mayoría de ellas eran hechas de barro, gordas en la mitad, que le daban un perfil ovalado, y la boca y el pie eran estrechos y carecían de “orejas” o asas para uno agarrarlas, ya que el sentido común decía que no había necesidad de hacer esto.-
Sin embargo, aquella gran vasija tenía su propio cuento con algo de truculencia y fue cuando escuché la historia de que en el fondo de estas inocentes “damajuanas”, como también se les conoció en otras regiones, dormían apacibles, en pleno reposo y con una actitud pacífica, unos pequeños duendes a los que llamaban gusarapos, capaces de salirse de allí cuando alguien no les caía bien y la forma de vengarse era desparramar su ira en contra de una casa vecina a la que encendían a piedra por todos los costados sin que nadie viera de dónde salían los guijarros para desatar aquella batalla campal, que me contaron que parecía la hora llegada.-
Con el paso de los años y en pleno uso de la tranquilidad que da el deber cumplido, por estos días le propuse el tema a un amigo, que además es médico y tiene ancestros costeños y, ante mi sorpresa, me dijo que a él le habían contado el mismo cuento en su natal Sampués, en Sucre, pero agregó que en una clase en la facultad cuando iba por el cuarto semestre, un eminente profesor lo sacó de aquel pozo de ignorancia, - igual que lo hizo conmigo -, y le confirmó que aquellos apacibles gusarapos no eran ningunos duendes malvados, sino uno de los tantos escondites que tienen los mosquitos, transmisores de la malaria, para evitar ser sorprendidos y que esa fue una de las tantas razones para que aquellas hermosas tinajeras salieran del inventario de los hogares.-
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