En 2009 Hans Clevers, de la Universidad de Utrecht (Países Bajos), logró crear a partir de células madre unas estructuras microscópicas que simulaban las vellosidades del intestino delgado. Estos denominados “organoides” son cultivos celulares en 3D que imitan la estructura y la función de órganos reales y que permiten estudiar el desarrollo de estos, su funcionamiento y enfermedades. Pero una línea merece un capítulo aparte: los organoides cerebrales plantean dilemas éticos que no existen para un hígado o un riñón.
Los organoides son un ejemplo de ciencia colaborativa con múltiples padres y madres. Desde comienzos del siglo XX se intentó cultivar tejidos o regenerar órganos de animales in vitro, pero fue a finales de siglo cuando las tecnologías de células madre y las nuevas matrices tridimensionales para cultivos celulares impulsaron este campo. Antes de Clevers, en 2006 David Odde creó organoides hepáticos, y el progreso ha sido espectacular. Los organoides ofrecen modelos biológicos humanos más fieles que los animales, y algún día podrían conducir a la obtención de órganos de repuesto, el sueño de la medicina personalizada.
Los organoides cerebrales son de especial interés, ya que el cerebro de un ratón o de una rata no simula la complejidad humana, y estos minicerebros pueden revelar pistas cruciales para el estudio de enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer o trastornos como los del espectro del autismo.
En el Instituto Riken de Kobe (Japón), Yoshiki Sasai creó en 2008 cultivos de tejido de corteza cerebral, los primeros organoides cerebrales rudimentarios. Cinco años después, en la Academia Austriaca de Ciencias, Jürgen Knoblich y Madeline Lancaster fabricaban organoides cerebrales del tamaño de guisantes que simulaban la organización de un cerebro embrionario. Por entonces Knoblich advertía al periodista Ed Yong en The Scientist que los organoides creados por su equipo no eran “cerebros en un tarro”, que estaban muy alejados de un cerebro adulto. Pero en ciertos aspectos esta brecha se ha ido reduciendo.
La posibilidad de consciencia
Una de las limitaciones técnicas en la creación de organoides es el tamaño, ya que si aumenta demasiado las células del interior se ven privadas de nutrientes. Pero ya se ha conseguido que los organoides cerebrales fabriquen sus propios vasos sanguíneos, y se ha logrado también trasplantarlos al cerebro de ratones y ratas, de modo que las células se mantengan vivas y respondan a estímulos como luz o imágenes. También se han obtenido organoides cerebrales que por sí solos desarrollan estructuras rudimentarias del ojo.
En 2019 Lancaster logró que un minicerebro humano compuesto por unos dos millones de neuronas —el cerebro adulto tiene unos 86.000 millones—, similar a un cerebro fetal de 12 o 13 semanas, se conectara espontáneamente a fibras musculares o médula espinal de ratón, como hacen las neuronas durante el desarrollo, y esta conexión era capaz de inducir la contracción del músculo. La investigadora explicaba al diario The Guardian que estos organoides aún eran muy primitivos como para poder hablar de pensamientos, sentimientos o consciencia, pero que debía mantenerse la discusión sobre ello.
También en 2019, en la Universidad de California, Alysson Muotri observó una actividad electroquímica en las neuronas de organoides corticales que guardaba cierta semejanza con la del cerebro de un bebé prematuro. Los organoides no son cerebros completos, sino diminutas masas celulares que solo representan la corteza cerebral, y los investigadores manipularon las neuronas para privarlas de una proteína esencial. Para Thomas Hartung, investigador de la Universidad Johns Hopkins que también obtuvo actividad eléctrica en organoides cerebrales, esto representa “un tipo primitivo de pensamiento”, aunque de forma puramente mecánica.
Con ocasión de la presentación del trabajo de Muotri, el neurocientífico Christof Koch, del Allen Institute for Brain Science, alertó en Nature: “Cuanto más se acerquen al bebé prematuro, más deberían preocuparse”. Expertos en bioética como Julian Koplin y Julian Savulescu, de la Universidad de Melbourne, escribían que estas investigaciones están moralmente justificadas por los beneficios médicos que pueden aportar, pero que existe un terreno ético no cubierto por la regulación actual sobre células madre. Según los dos expertos, la posibilidad de consciencia no equipararía un organoide con un ser humano, pero sí con animales que pueden sufrir y sentir dolor.
El estatus legal de los organoides
El problema, decía a OpenMind el neurocientífico de la Universidad de Pensilvania Hongjun Song, es que “no tenemos una idea clara de qué es la consciencia”. Koplin y Savalescu sugerían “restringir la investigación con organoides cerebrales que se asemejen a los cerebros de fetos más allá de las 20 semanas de gestación; la estimación más temprana de cuándo se desarrolla la consciencia en los seres humanos”, y que en todo caso se presuma que podría existir consciencia antes de suponer lo contrario.
La urgencia de directrices éticas se intensifica con cada nuevo avance. Song comentaba que los organoides podrían llegar a funcionar como computadoras biológicas a las que “será posible entrenar para realizar tareas sencillas”, y esta predicción comienza a cumplirse: en 2022 Brett Kagan, de la compañía australiana Cortical Labs, conectó organoides cerebrales a un sistema informático y los enseñó a jugar al Pong, un videojuego de tenis de los años 70. Kagan defendía que sus minicerebros son los primeros “sintientes”, ya que “responden a impresiones sensoriales a través de procesos internos adaptativos”. Otros expertos cuestionan esta proclama; pero Hartung, Kagan, Muotri y otros ya han definido una nueva frontera de la biocomputación que aspira a superar a la Inteligencia Artificial: la “inteligencia organoide”.
Por todo ello, voces como la del experto en leyes de la Universidad de Newcastle Joshua Jowitt tantean la posibilidad de que los organoides cerebrales opten al estatus legal de “persona”; lo cual no equivale a “humano”: las empresas son personas jurídicas. Pero investigadores de Japón y Taiwán dirigidos por Tsutomu Sawai, de la Universidad de Hiroshima, van más allá al sugerir que en el futuro podrían merecer la consideración de personas naturales; es decir, humanos. “Este asunto pronto será urgente una vez que la tecnología de organoides cerebrales se haya desarrollado más”, dice Sawaiebro. “Como preparación para ese momento, es esencial examinar los interrogantes que lo acompañan de forma profunda y con anticipación; hemos dado el primer paso en esa dirección”.
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