Por: Fernando A. Jiménez
La escena es la misma, como si se tratara de un guion de una película. En uno de los parques de la ciudad se encuentran, generalmente, muy cerca del semáforo. No es uno, sino varios. Tienen centenares de volantes promocionando préstamos.
Se lo extienden con rapidez, en cuanto usted pasa a su lado. “No necesita nada más que la fotocopia de la cédula y, en cuestión de minutos, le entregamos el dinero que necesita.”, dicen con amabilidad.
Si pasa el filtro y cae en las redes, pronto estará en una oficina pequeña, de mala muerte, un ventilador viejo en la pared que suena como aspas de helicóptero, casi una madriguera clandestina. Lo reciben con una sonrisa: “Nos alegra verle. Estamos para servirle.”
Ofrecen tinto, agua o gaseosa. Hasta allí. Tampoco exageran en las atenciones. De eso tan bueno no dan tanto…
Tras conocer cuánto necesita, le reafirman que es un préstamo inmediato. En una libreta o un papel, suman, restan, multiplican. Como prestidigitadores. Le miran con detenimiento: “¿Se da cuenta? El asunto es sencillo. Usted pagará diariamente solo esta ínfima parte y, antes que se dé cuenta, habrá saldado la cuenta.”
Usted sonríe. Realmente el asunto es fácil. Quizá no entiende mucho acerca de los intereses exponenciales, pero como dicen allá en la finca: “La necesidad tiene cara de marrano.”
Tras salir de la oficina con los $350 mil que necesitaba con urgencia, llama a su familiar: “Con lo que me prestaron, pagué el recibo atrasado de servicios públicos. El señor que me prestó la plata, muy formal. Parecido a mi abuelo Jacinto, bonachón, amable, atento.”
Ahí es donde comienza el calvario. Si se atrasa en una cuota, le envían mensajes para presionarlo. Si son dos días, le advierten que la deuda se acrecentó, así, sin ton ni son. Y al tercer día, amenazan a sus familiares. Como mafiosos de vereda. Es hora de parar esta pesadilla. ¡Nos tienen azotados!
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